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Es la atadura moral y sacramental que produce el matrimonio y que en el sacramento cristiano resulta "indisoluble", es decir que nunca se puede ya romper hasta la muerte. El vínculo matrimonial se contrae con la palabra de aceptación que dan los cónyuges (matrimonio rato), que son los verdaderos ministros del sacramento. Y se consolida como indisoluble cuando se cohabita sexualmente y se convive (matrimonio consumado).
La Iglesia consideró siempre el vínculo como sacramental y sagrado y por eso lo juzgó siempre a la luz de la Palabra de Jesús: "Lo que Dios ha unido no lo separe ya el hombre" (Mt. 19.6). Por eso consideró siempre el vínculo como indisoluble, de modo que se consideró desautorizada para disolverlo cuando se trata de matrimonio rato y consumado.
Con todo existió siempre una excepción: la de los cónyuges en un matrimonio natural, en donde uno se convierte y el otro no consiente la vida pacífica por cuestión de la fe (privilegio paulino).
Lo que entendió siempre la Iglesia es su derecho y deber de declarar si un matrimonio no ha sido real en cuanto sacramento, por haber existido impedimentos que lo hacían inválido. Al declarar una separación de este tipo, sólo expresa su sentencia de "nulidad", no de "anulación" del vínculo matrimonial.
También se consideró la Iglesia con poder para decidir que si un matrimonio ha sido rato, pero no ha sido consumado, el vínculo no ha llegado a la perfección y ella puede, no disolver lo que no ha llegado a la perfección, sino deshacer la palabra de consentimiento que no ha llegado a la consumación.
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